Llegó
junio y me pidió respuestas, pero me quedé afónico. Me tomé otra pastilla de verano
para calmar la garganta, tirado en la arena caliente al atardecer. Me alivió comprobar
que aún quedaban suficientes comprimidos en la caja como para permitirme cerrar
los ojos un día más y dejar la mente en blanco, disfrutando del sonido de las
olas.
Rubén
abrió la botella de sangría como siempre inventándose sus típicos brindis por
Europa o por la vida y Paula me contó de su próximo viaje a Vietnam, de sus
trescientas vacunas anti todo y de los gusanos fritos que se iba a comer a lo
Frank de la Jungla. Sonaba a lo lejos la música brasileña de Dani, que nos acompañó hasta que el sol decidió bajar el telón.
Algunos
de los chicos se iban de la ciudad en los próximos días y mi inconfundible amigo Jhon me pidió
que no me olvidase de pensar en el futuro, porque pronto llegaría la brisa de
septiembre y me cogería con lo puesto si no me espabilaba.
Así
que cuando dimos por concluida aquella reunión de soñadores por el mundo, me fui
a casa a morderme las uñas mientras escuchaba los audios de Carla poniéndome al día desde Suíza y las desventuras de mi Nuri por Irlanda. Y al tiempo que mi esfera social daba la vuelta al mundo, mis pies jugaron a refrescarse junto al
ventilador, a la espera de julio.
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