miércoles, 22 de febrero de 2017

Romance de tinta indeleble

Nos acostamos juntos la noche en que nos conocimos. Tú cantante amateur de blues, yo acostumbrada a dar el cante en la pista durante toda una vida. La clásica cierrabares abrazada al inventor de la siesta. El experto en leyes de lunes a viernes con la abogada de guardia del diablo. Ahí estábamos tirados aquel par de polos opuestos, yo en primero de sofá y tú ya con máster en película y manta. 

Lo hicimos en tu casa nueva, esa con dos cuartos, cocina-salón y ambientador automático, porque en la mía vivían ocho estudiantes, no funcionaba ni la cisterna y olía a puto desagüe. Nos duchamos juntos la mañana siguiente. Yo te coloqué la camisa recién planchada y te anudé la corbata. Tú me lanzaste el vestido de la otra noche, que aún apestaba a tabaco. Nos despedimos con un beso con sabor a pasta de dientes. Bueno, eso para mí. A ti no sé a qué te sabría la alpargata que tenía yo por boca, pobrecito.


Lo curioso es que me escribiste igualmente a la noche para contarme que me esperabas con un trocito de tu tarta de cumpleaños, como si estuviera en tu vida desde hacía más tiempo. Yo la verdad que solo podía ofrecerte uno de mis chicles de menta porque llegaba del trabajo de empalme, sin dinero y con el mismo vestido, que si me apuras ya se tenía solo. Y es que ni siquiera sabía que estabas de celebración esa semana, coño, apenas te conocía. Aun así no te pusiste exquisito y volvimos a hacerlo, lo de dormirnos bajo la manta, me refiero. Sí, así sin más, como completos chiquillos que nunca se han besado. Con la misma calma que una pareja que se conoce de hace tantos años que ya ni se molesta en hacer el amago de follar. Pero es que, por tonto que pareciera, los dos sabíamos que en aquel momento no hacía falta. Era solo estar allí, estar así. Lo único que quisimos fue disfrutar de esa calma, de aquel microclima perfecto donde sin programarlo habíamos conseguido alinear el ying con el yang, el sol con la luna, el caos con el control, mi historia con la tuya. Y desde aquella noche, casi sin saberlo, empezamos a escribir una juntos. Y lo nuestro duró lo que dura la tinta. 

lunes, 20 de febrero de 2017

De acertijos invisibles

Y no sé si es la misma fuerza la que peina y despeina, la que mece y estremece, la que acaricia y arranca, la que roza y asola, la que toca y empuja, la que susurra y chirría. La que juega con nosotros como si fuésemos marionetas, rozándonos primero con sensualidad para después terminar por cortarnos los labios sin remordimientos, llenarnos de arena los ojos o echarnos encima la marea, hasta que reine la noche. Algunos la llaman Dios. Para mí es solo el viento.

sábado, 11 de febrero de 2017

La neve

È la neve che blocca tutto. Con il suo silenzioso cadere ferma le macchine, annulla le voci, dipinge di bianco il grigio della quotidianità. Furba, fresca e silenziosa, è la neve a nascondere i nostri problemi, le nostre voci e la nostra impronta, fino a riuscire a farci dubitare se una volta siamo passati da questo mondo o meno.

viernes, 10 de febrero de 2017

Déjà vu

En Portugal Febrero se escribe con uve de viento. Abrigos pegados al cuerpo, legañas en los ojos, sopa en el plato. Sabrina ha venido de visita y cuenta cosas. Oímos llover, hace ya rato. Dos años sin vernos. La tarde me sabe a café y letargo, a pasados presentes con bizcocho de coco. Sabrina oye, sabe, sorbe, mira, asiente. Ojea todo por primera vez pero mira sin ver, con los pies fríos. Parece que ha sufrido en su larga hibernación francesa. Camina torpe por la calzada portuguesa como si anduviese por inercia. Ni el mejor de los licores consigue calentarla y sus gestos se apagan hasta parecer un cuerpo inerte. Hace tiempo que no dejó de pensar en un ojalá o en un pronto. Hace tiempo que no sueña con los cálidos veranos en Italia. Ahora solo sigue mecánicamente el dictado de una rutina escrita hace tiempo con caligrafía adolescente. Tendré que llevarla a alguna tienda de regalos, de esas escondidas en los callejones del puerto. A ver si se compra un paquete de naipes nuevo y vuelve a jugar a la vida.

sábado, 4 de febrero de 2017

Batiburrillo

¿Sabes de esa gente que se afana por esconder todos los trastos en la despensa del pasillo cuando esperan una visita? Toda una montaña de viejas glorias, de cosas sucias y de porsiacasos que, mirada de cerca, incita al mareo, pero de lejos, en su conjunto, hasta tiene su encanto y podría aparecer en un museo de arte contemporáneo. Pues así es mi cabeza, una amalgama de despropósitos inconcebibles, de bombillas rotas que en su día fueron candidatas a ideas brillantes y que terminaron por fundirse a la primera chispa.

Mi cabeza acumula momentos entrañables que jamás borraría y otros que por desgracia no consigo despegar de ella, de tanto ruido que hicieron cuando sonaron por primera vez. Incluso hay una serie de escenas que ni sé si sucedieron o me las inventé en sueños. En mi cabeza coexisten las ideas básicas para hacer una fabada y ese paseo pendiente con mi difunta abuela que nunca podrá ser. Flotan sumidas en la confusión treinta mil anécdotas de mis viajes que me gustaría compartir con mi madre sobre la cama como cuando era pequeño, junto con la espinita clavada de un doctorado que nunca tomará forma, de una espalda que jamás será recta o de un proyecto de novela sin futuro. Asoman la cabeza por entre las sombras caras variopintas de personas que me he cruzado de camino a quién sabe dónde y varios miedos crónicos como el pavor a volar o a acabar en la cárcel acusado de algún delito que no he cometido. Se cruzan el ingenio y el cansancio, la ironía y la ira, la persistencia y la pereza. Se contagia el olor a libros nuevos con el sabor a arroz con leche. Se oyen nombres en italiano y algunos apellidos en portugués. Se me repiten estribillos de canciones y resacas de vino de oferta. Hasta aparecen amores inesperados que pronto se vuelven a esconder entre la marabunta de irracionalidades que hacen acampada en mi pensamiento. 

Yo que nunca he soportado el desorden, termino por encontrarlo en mi propia casa. Y, mientras aguardo con impaciencia tiempos limpios, solo consigo acumular sin querer más suciedad mental. No sabes cuánto me gustaría poder abrir mi despensa de emociones y hacer limpieza, como cuando cambias la ropa de invierno de los armarios o cuando cancelas documentos inservibles del ordenador y ves la barrita de espacio menos saturada. Pero al final tengo tan mala suerte que, cuando parece que he conseguido olvidarme de algo, no consigo luchar contra mi instinto y vuelvo cabizbajo a la papelera de reciclaje, desarrugo la idea y la coloco de nuevo en su sitio original: mi amiga pero inestable montaña de desorden. Llamémoslo mi querido batiburrillo.