martes, 17 de octubre de 2017

El prestidigitador de ondas

Dicen quienes lo conocieron que sus ojos eran verdes como la tierra que pisaba, que le gustaba pasar las mañanas de septiembre tirado en el césped, haciendo la fotosíntesis con los brazos en cruz. Se drogaba cuando podía con aquellos chutes de vitamina D antes de irse al trabajo y cambiar el sol por un foco en la penumbra y un puñado viejos LP.

Su voz era azúcar para oídos solitarios y vibraba sutilmente desgranando su particular dulzor. Sacaba a pasear sus ideas a la hora del té y plegaba sus cuerdas vocales poco antes de que la Cenicienta tocase sábana. Era locutor de una radio local, allí donde los ecos tiñen de fado paredes revestidas de azulejo. Con soberana parsimonia conseguía rellenar como nadie el vacío mediante aquella infalible macedonia de palabras y silencios. Una partitura improvisada de notas mentales que, sin embargo, casaban a la perfección cuando tocaban el aire y hacían de cada tarde una música diferente.

Su nombre tenía tantas letras como euros nos darían por mil pesetas. Su compañía, definitivamente, valía más. 

Dicen que el día en que se apagó en un accidente de avión fue tal la pobreza del aire que los oídos de sus oyentes sangraron. Y por eso ahora, cada vez que nos sometemos a un salto brusco de presión, nuestros tímpanos le rinden homenaje mediante un nostálgico chirrido.

domingo, 15 de octubre de 2017

A relaxing cup of café con leche (y hielo)

Hora de comer al pie del barrio Pan Bendito. La mamá de Jhon ha preparado estofado con arroz para nosotros. En el siguiente orden, nos ha abierto casa, nevera y corazón. Madrid en octubre sabe a yuca guisada, a paseos al atardecer, a una vieja Canon inmortalizando el asfalto aún caliente. Madrid sabe a compota de recuerdos con vivencias sin tapujos.

Podría parecer que todo está tan congelado como los alquileres de renta antigua, pero en verdad  ha cambiado. El viejo Tío Pepe está al borde del parraque, el Primark se ha convertido en el nuevo Retiro y el peatón de los semáforos se ha echado novio, porque allí ya no hay nadie Callao, porque PLURAL se grita con mayúscula y no solo de calamares vive el hombre madrileño.

Dicen algunos gatos que la Gran Vía se queda pequeña, que a Colón ya no le desfilan en su cumpleaños y que en la plaza de Olavide nacen los amores furtivos. Otros dicen que en la mítica calle de las putas siguen vendiéndose cuerpos, pero ya no cerveza. 

Puestos a perderse, no hay mejor sitio para quedarse sin móvil en una ciudad en la que todo comunica. Que se lo digan a Amenábar, que se dedica a pasear por allí como si nada, tratando de guionizar con la mirada todo aquel escenario de corte almodovariano, no vaya a ser que alguien se le adelante.

Parece que fue ayer cuando me tomé un café con Madrid.

jueves, 5 de octubre de 2017

Al zoo lo llaman Tínder y a Julieta la mató un leopardo...


Dicen que el amor es como un leopardo. De lejos todo parece un bonito juego de formas estampado sobre un lienzo color arena, que nos cautiva por la rapidez con que llega, por la sutileza con que se mueve, por el olor a exótico, a peligroso, a yo qué sé.

De cerca, en cambio, a cada paso que damos empiezan a ser más patentes todas y cada una de sus motas, de las particularidades que hacen su lienzo único, del historial de manías tatuadas en la piel, de las heridas cicatrizadas que ya nunca más serán invisibles. Y resulta que esas motas negras ni son tan bonitas ni en verdad suenan a nuevo: parece que vista una, vistas todas, incluso es fácil encontrar un patrón que se repite. Y, entre todas esas manchas, a una distancia prudente aún se perfila un camino virgen aunque cada vez más fino, un hilillo de agua fresca que salta entre esas pesadas rocas atrayéndonos a la esperanza de lo transparente, pidiéndonos no tener miedo, sugiriéndonos avanzar.

Y cuanto más acercamos nuestra lupa, más imposible resulta tener una visión completa del leopardo con un simple golpe de vista, de manera que sin un esfuerzo por nuestra parte ya no sabemos qué va antes y qué va después, dónde está la cabeza y dónde la cola, cómo empezó todo. Porque estamos tan cerca del indomable y lo sentimos tan a flor de piel que ya no vemos en perspectiva, solo a través de nuestra realidad aumentada. Y a partir de ahí, oh cielos, hay solo dos caminos: o elegimos enfocar el hilillo de agua y nos tiramos a la piscina más refrescante de nuestra vida sin temer a las piedras o nos paramos y nos quedamos embobados analizando la parte de piel oscura, pero entonces ya solo veremos mancha.

Siendo la sociedad muy sabia y habiendo ya oído hablar de leopardos tan intensos que incluso a veces matan, hay quien se quiere tanto que prefiere no salir de casa a conocer mundo, que hace oídos sordos a la idea de realizar viajes extravagantes por África, por si los leopardos. Por otro lado, en cambio, tenemos los curiosos que reservan para un día de zoo porque tienen curiosidad por saber lo que es un leopardo, pero mejor detrás de una valla y al final del día si te he visto no me acuerdo. Y luego están ya los osados Premium que pagan un espectáculo privado de circo monitorizado para satisfacer su placer un viernes por la noche, sin importarles la calidad del evento ni si el leopardo lo recuerda de algún otro show precedente. Pero sobre todo es de alabar la cuarta categoría de ser humano, el valiente domador, quien decide aceptar el reto de adentrarse en la sabana, mirar a los ojos al peligro e ir a echarle de comer a la fiera cada día. Seguramente este último se llevará para siempre el mayor cariño y la mayor compenetración que pueden llegar a generar un animal con cinturón y otro tan salvaje e imprevisible como es el amor. Eso sí, siempre a riesgo de cobrar unos cuantos arañazos por aquello de medir mal las distancias. Gajes del oficio.


Os lo digo yo, que de amor no entiendo una mierda y de animales ni puta idea.