Dicen quienes lo conocieron que sus
ojos eran verdes como la tierra que pisaba, que le gustaba pasar las mañanas de
septiembre tirado en el césped, haciendo la fotosíntesis con los brazos en
cruz. Se drogaba cuando podía con aquellos chutes de vitamina D antes de irse
al trabajo y cambiar el sol por un foco en la penumbra y un puñado viejos LP.
Su voz era azúcar para oídos solitarios y vibraba sutilmente desgranando su particular dulzor. Sacaba a pasear sus ideas a la hora
del té y plegaba sus cuerdas vocales poco antes de que la Cenicienta tocase
sábana. Era locutor de una radio local, allí donde los ecos tiñen de fado paredes
revestidas de azulejo. Con soberana parsimonia conseguía rellenar como nadie el
vacío mediante aquella infalible macedonia de palabras y silencios. Una partitura
improvisada de notas mentales que, sin embargo, casaban a la perfección cuando tocaban
el aire y hacían de cada tarde una música diferente.
Su nombre tenía tantas letras
como euros nos darían por mil pesetas. Su compañía, definitivamente, valía más.
Dicen que el día en que se apagó en un accidente de avión fue tal la pobreza del aire que los oídos de sus oyentes sangraron. Y por eso ahora, cada vez que nos sometemos a un salto brusco de presión, nuestros tímpanos le rinden homenaje mediante un nostálgico chirrido.
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