¿Sabes de esa gente que
se afana por esconder todos los trastos en la despensa del pasillo cuando
esperan una visita? Toda una montaña de viejas glorias, de cosas sucias y de
porsiacasos que, mirada de cerca, incita al mareo, pero de lejos, en su conjunto,
hasta tiene su encanto y podría aparecer en un museo de arte contemporáneo.
Pues así es mi cabeza, una amalgama de despropósitos inconcebibles, de
bombillas rotas que en su día fueron candidatas a ideas brillantes y que
terminaron por fundirse a la primera chispa.
Mi
cabeza acumula momentos entrañables que jamás borraría y otros que por
desgracia no consigo despegar de ella, de tanto ruido que hicieron cuando
sonaron por primera vez. Incluso hay una serie de escenas que ni sé si
sucedieron o me las inventé en sueños. En mi cabeza coexisten las ideas básicas
para hacer una fabada y ese paseo pendiente con mi difunta abuela que nunca
podrá ser. Flotan sumidas en la confusión treinta mil anécdotas de mis viajes
que me gustaría compartir con mi madre sobre la cama como cuando era pequeño,
junto con la espinita clavada de un doctorado que nunca tomará forma, de una
espalda que jamás será recta o de un proyecto de novela sin futuro. Asoman la
cabeza por entre las sombras caras variopintas de personas que me he cruzado de
camino a quién sabe dónde y varios miedos crónicos como el pavor a volar o a
acabar en la cárcel acusado de algún delito que no he cometido. Se cruzan el
ingenio y el cansancio, la ironía y la ira, la persistencia y la pereza. Se
contagia el olor a libros nuevos con el sabor a arroz con leche. Se oyen
nombres en italiano y algunos apellidos en portugués. Se me repiten estribillos
de canciones y resacas de vino de oferta. Hasta aparecen amores inesperados que
pronto se vuelven a esconder entre la marabunta de irracionalidades que hacen
acampada en mi pensamiento.
Yo
que nunca he soportado el desorden, termino por encontrarlo en mi propia casa.
Y, mientras aguardo con impaciencia tiempos limpios, solo consigo acumular sin
querer más suciedad mental. No sabes cuánto me gustaría poder abrir mi despensa
de emociones y hacer limpieza, como cuando cambias la ropa de invierno de los
armarios o cuando cancelas documentos inservibles del ordenador y ves la
barrita de espacio menos saturada. Pero al final tengo tan mala suerte que,
cuando parece que he conseguido olvidarme de algo, no consigo luchar contra mi
instinto y vuelvo cabizbajo a la papelera de reciclaje, desarrugo la idea y la
coloco de nuevo en su sitio original: mi amiga pero inestable montaña de
desorden. Llamémoslo mi querido batiburrillo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario