Ayer escuché
un “bom dia” por la calle y me quedé paralizado viendo a dos aparentes
desconocidos saludándose por el nombre. A lo mejor tenían amigos en común o
habían sido novietes en el instituto, cuando las arrugas bailaban en las
camisas y no en las caras. A lo mejor la madre de ella había sido la modista
del barrio y el padre de él el cartero. A lo mejor el padre enfilaba las cartas
de amor de su hijo en el buzón de la muchacha, jugando a crear historias de
amor 1.0 de las que ya no quedan.
Ayer escuché un “bom dia” por la calle y me pregunté si ya
no existían los buenos días menores de cuarenta y cinco. Si perdimos la
educación junto con las Olimpiadas. Si ya no importa que fulanito de tal y
menganita de cual compartan ciudad, barrio, supermercado, acera, portal y
cartero. Si ahora ya solo calificamos a la gente por el Tinder cuando
queremos calentar una cama fría y después, por la mañana, nos deshacemos del
cadáver con un hasta pronto para volver a nuestro cómodo anonimato, sin
remordimientos. Para volver a salir a la calle mirándonos los zapatos por miedo
de encontrarnos al ligue de anoche. Va a ser que ahora hemos transportado
nuestra vida social al móvil, como si quisiéramos expulsarla de nuestras
entrañas y meterla en un baúl bajo llave. Una tontería si al final todo el
mundo termina teniendo una copia. Más triste es eso, que tengan que darte los
buenos días para saber que has comido pescado sola junto al río y que luego te
has ido a comprar un vestido pero no te alcanzaba el dinero, de ahí lo de la
foto en el probador con la etiqueta colgando. A ver si va a ser que
ya no sabemos mirarnos a la cara compartiendo una taza de café para contarnos
quiénes somos de verdad y qué queremos de la vida. Para contarnos nuestros
sueños y nuestros infiernos, sin más filtros en la sala que el de la cafetera.
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