jueves, 30 de noviembre de 2017

Una de Black Friday

Amanecía el Black Friday de color gris nostalgia. La madre de Jhon me recibió con  tostadas. Bendijo la mesa con su juego de cartas de siempre. Me besó en la mejilla antes de salir de casa, porque nunca se sabía lo que el Señor nos tenía preparado, decía la mujer.


Me zambullí en el tablero de hormigón de Carmena y viajé al pasado por los pasillos del Thyssen. Desvirtualicé una amistad y la rebauticé en el mundo de los mortales con un sentido abrazo.


De comer, paella de recuerdos con trozos de pollo y una caña de las que reviven cerebros dormidos y refrescan paladares secos. De postre varias dosis de multitudes alocadas flotando entre precios irrisorios. El resultado, una camisa descontada del 45% y mi energía al menos 25.


La noche y yo nos volvimos siameses a las siete de la tarde. Jugué a contar a bombillas de Navidad mientras el aire frío se caldeaba con la sabia voz de un antiguo locutor de radio, ya familiar para mis oídos. Bailamos un tango turístico por las calles principales y apagamos la brújula para perdernos y dejar que la ciudad llevase el timón de nuestros pasos.


A las nueve mi tv dejó de retransmitir el canal Historia y pasó al de cocina. La cena se gestó en fogones madrileños pero me supo a cocina portuguesa con virutas de Alcorcón central. Bailaron sobre la mesa temas variopintos en distintas direcciones hasta que la espuma de la cerveza tocó el fondo del vaso.


Y a partir de ahí los bares de Madrid hicieron el resto hasta que la noche se diluyó en la mañana, las sábanas me engulleron y el reloj dictaminó el fin de un viernes dilatado. Va a ser cierto aquello de que el negro sienta bien.

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