La música es orden para los
invidentes, los no creyentes y los no querientes, aquellos que dan palos de
ciego en el amor.
La música viste sus cuerpos
desnudos, abraza sus frías costillas y les calienta las orejas como sopa en la
garganta.
La música les regala el oído como
ningún ser humano hace, con más efecto que una infantería de piropos italianos.
La música es esa medicina
alternativa que actúa como cicatrizante de las heridas más profundas, cuando estas
están a flor de piel y escuecen.
La música aplana las montañas, clarea
el bosque, remienda los descosidos, tapa las fugas.
La música invita a toser todos
los males y a respirar de nuevo.
La música consigue tratar a cada
individuo como es, adaptarse a este como nunca haría otra persona, dejándole
escoger hora, lugar, estilo, volumen, ritmo, duración; dándole la posibilidad
de repetir todas las veces que sea necesario o de desaparecer para siempre y no
volver a cruzarse en su vida. Sería la pareja perfecta en el siglo del egoísmo.
La música es un sastre insistente
en tomarnos la medida que nos ofrece construir nuestro propio tema, que nos
invita disfrutar hasta la última nota de nuestra canción. Al fin y al cabo,
cada cual es dueño de su melodía y debería bailar como quisiera sobre su propio
pentagrama.
La música no cuenta con unas
reglas predefinidas. Solo conviene tener buen oído para saber escuchar lo que
nos ofrece la vida.
En fin, la música.
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