La conocí chocando, como en las
películas. Bueno, tal vez con menos glamour. ¿Sabes de esos momentos en los que
uno saca una mano del círculo de protección del paraguas para saber si ha
dejado de llover? Pues ella estiró el brazo izquierdo tan decidida como si
estuviese haciendo una llave de judo y me dio un puñetazo en el ojo. Como lo
oyes, la magia de la casualidad. Mi abuela siempre había dicho que tenía
papeletas para cura, pero jamás pronosticó nada de un cardenal…
El caso es que la chica se sintió
tan culpable que cuando consiguió frenar su ataque de risa nerviosa insistió en
acompañarme a pedir un poco de hielo, a una cafetería que había allí cerca. Y
acabamos casándonos. Bueno, en aquel momento no, por supuesto. Eso fue bastante
después de aquel café, de unas cuantas cenas y de un puñado de polvos salvajes
que terminaron en un embarazo no deseado. Y mucho antes de que su madre nos
jodiera el matrimonio, un divorcio, una custodia compartida en proporción
ochenta barra veinte –para ella el chico y para mí los gastos de
manutención-, y dieciséis años de agonía hasta que el chaval entró en la edad
adulta y pudimos romper el vínculo que nos ataba a ella y a mí.
Pues da la casualidad de que
ayer, después de cinco años sin cruzármela, volví a verla. En el cementerio.
Concretamente en un ataúd de pino. Al parecer tenía metástasis, hacía ya un
tiempo. Le llevé flores, tal vez tarde. No tuve el valor de hacerlo en el
hospital, ni mucho menos dos décadas antes cuando la hice escoger entre su
madre y yo. Preferí mantenerme al margen cuando conocí la noticia, pensando en
que se recuperaría. Y mientras tanto yo en mi mundo hasta que ya no se pudo hacer
o decir nada, viendo mi vida pasar sin darme cuenta, como el que se pasa de
caladas y se fuma el filtro. ¡Qué sabor más trágico aquella última calada!
Su nombre era María, como la que
le había aconsejado el oncólogo para calmar los dolores. Dejaba en este mundo
un hijo problemático, una madre loca, dos hermanas insoportables y un ex marido
gilipollas golpeándose en la cabeza con un ramo de flores por haber dejado
escapar dos veces a la que había sido el amor de su vida. Y esta vez para
siempre. De todos los golpes que me dio desde que la conocí –incluyendo el del
ojo- este era sin duda el más doloroso, de esos que cortan la respiración como
una ducha fría en un agrio cinco de diciembre.
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