lunes, 30 de enero de 2017

La última calada

La conocí chocando, como en las películas. Bueno, tal vez con menos glamour. ¿Sabes de esos momentos en los que uno saca una mano del círculo de protección del paraguas para saber si ha dejado de llover? Pues ella estiró el brazo izquierdo tan decidida como si estuviese haciendo una llave de judo y me dio un puñetazo en el ojo. Como lo oyes, la magia de la casualidad. Mi abuela siempre había dicho que tenía papeletas para cura, pero jamás pronosticó nada de un cardenal…

El caso es que la chica se sintió tan culpable que cuando consiguió frenar su ataque de risa nerviosa insistió en acompañarme a pedir un poco de hielo, a una cafetería que había allí cerca. Y acabamos casándonos. Bueno, en aquel momento no, por supuesto. Eso fue bastante después de aquel café, de unas cuantas cenas y de un puñado de polvos salvajes que terminaron en un embarazo no deseado. Y mucho antes de que su madre nos jodiera el matrimonio, un divorcio, una custodia compartida en proporción ochenta barra veinte –para ella el chico y para mí los gastos de manutención-, y dieciséis años de agonía hasta que el chaval entró en la edad adulta y pudimos romper el vínculo que nos ataba a ella y a mí.

Pues da la casualidad de que ayer, después de cinco años sin cruzármela, volví a verla. En el cementerio. Concretamente en un ataúd de pino. Al parecer tenía metástasis, hacía ya un tiempo. Le llevé flores, tal vez tarde. No tuve el valor de hacerlo en el hospital, ni mucho menos dos décadas antes cuando la hice escoger entre su madre y yo. Preferí mantenerme al margen cuando conocí la noticia, pensando en que se recuperaría. Y mientras tanto yo en mi mundo hasta que ya no se pudo hacer o decir nada, viendo mi vida pasar sin darme cuenta, como el que se pasa de caladas y se fuma el filtro. ¡Qué sabor más trágico aquella última calada!

Su nombre era María, como la que le había aconsejado el oncólogo para calmar los dolores. Dejaba en este mundo un hijo problemático, una madre loca, dos hermanas insoportables y un ex marido gilipollas golpeándose en la cabeza con un ramo de flores por haber dejado escapar dos veces a la que había sido el amor de su vida. Y esta vez para siempre. De todos los golpes que me dio desde que la conocí –incluyendo el del ojo- este era sin duda el más doloroso, de esos que cortan la respiración como una ducha fría en un agrio cinco de diciembre.

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